La
eficacia política de la porra
Fuente: infolibre.es/Jesús Maraña 30/08/2017
Nada le
puede gustar más a un Gobierno políticamente débil que tirar de la porra para
fortalecerse ante el electorado. Esta costumbre no es novedosa ni exclusiva de
España: Franco inventaba de cuando en cuando una conspiración judeomasónica
para darse un autohomenaje en la Plaza de Oriente después de firmar unos
cuantos fusilamientos, pero ahí están también los reiterados ejemplos de muy
diversos presidentes norteamericanos capaces de decretar guerras patrióticas en
lugares exóticos para excitar la unidad del pueblo en torno a la Casa Blanca.
Hoy el
recurso de la porra ha adquirido formatos más pacíficos y burocráticos, aunque
igualmente eficaces desde el punto de vista político. Vale para un amago de
legislación secesionista en Cataluña, pero también para una huelga de seguratas
en el aeropuerto de El Prat. El Gobierno saca la porra de la autoridad con
indisimulado orgullo y satisfacción, convencido de que tal ejercicio es una
fábrica de futuros votos.
Mariano
Rajoy había convocado para el miércoles 16 de agosto un Consejo de Ministros
extraordinario (obsérvese el oxímoron que ya supone la organización anticipada
de una reunión supuestamente “extraordinaria”) en previsión de que la Mesa del
Parlament iniciara la tramitación de la ley del referéndum, para recurrirla de
inmediato ante el Tribunal Constitucional.
A falta
de esa iniciativa, aplazada por los independentistas hasta ocasión más propicia
a sus intereses (o menos arriesgada judicialmente para sus dirigentes), el
Gobierno aprovechó la cita para tomar otra decisión “extraordinaria”: decretar
que fuera un árbitro o mediador quien resolviera el conflicto de El Prat por la
huelga de los vigilantes de Eulen, empresa adjudicataria de los servicios de seguridad
en el aeropuerto barcelonés, donde ya no hay enormes colas ante los arcos
metálicos de filtro de pasajeros tras la imposición por el Gobierno de
servicios mínimos del 90% y la sustitución de los huelguistas por guardias
civiles.
El
"árbitro" nombrado por el Gobierno, Marcos Peña (presidente del
Consejo Económico y Social), deberá tener listo este mismo miércoles un laudo
que los sindicatos ya han advertido que denunciarán en los tribunales.
Todo
eso ocurrió en vísperas de los atentados de Barcelona, hace menos de dos
semanas, aunque la gravedad de los mismos y la intensidad con la que vivimos
cada minuto de los hechos y las reacciones posteriores instalen la sensación
colectiva de que hace siglos de "lo de El Prat".
Observado
desde la simplicidad con la que conviene analizar las decisiones guiadas por la
eficacia política, el conflicto de El Prat era una golosina veraniega para
cualquier Gobierno: los seguratas de una empresa privada fastidian las
vacaciones a miles de ciudadanos con el fin de presionar para lograr mejoras
salariales.
Una vez
producido el grado suficiente de “alarma social” o encabronamiento colectivo,
acude entonces el Gobierno con su porra en forma de guardia civil y de laudo
obligatorio para garantizar la tranquilidad de los sufridos
pasajeros-ciudadanos-votantes.
El
inconveniente político principal del uso de la porra es que debe tener carácter
realmente “extraordinario” para no volverse contraproducente. El Gobierno lo
sabe, y ante la firme posibilidad de que los conflictos laborales a imitación
de El Prat se sucedan, declaró ese mismo miércoles su disposición a crear un
“grupo de trabajo” que aborde las condiciones del sector de la seguridad
privada en las diferentes contrataciones con la Administración (no sólo
aeropuertos sino todo tipo de edificios que albergan servicios públicos).
Ya se
sabe que anunciar la creación de un “grupo de trabajo” equivale a soltar un
patadón a la pelota o problema lo más lejos posible en el espacio temporal, es
decir hasta más allá de la fecha en que sea posible recoger los frutos
electorales del uso previo (y extraordinario) de la porra.
Los
vigilantes privados de El Prat, que habían suspendido los paros a los pocos
minutos de los atentados, votaron este domingo una nueva huelga a partir del 8
de septiembre, y los sindicatos del gestor aeroportuario público-privado Aena
tienen anunciada también su intención de
ir a la huelga a partir del 15 de septiembre y durante todo el otoño-invierno
en las fechas más complejas para el tráfico de pasajeros.
El Gobierno
sabe que si se dedica a tirar de la porra cada dos semanas llegará un momento
en que será considerado, con razón, inútil para la resolución razonable de los
problemas o para anticiparse a los mismos.
Lo que
esconde el conflicto de El Prat
En
realidad al fondo del conflicto de El Prat asoman dos cuestiones graves y muy
significativas de lo que ha sido la gestión política de la crisis económica y
lo que está siendo la presunta y desigual “recuperación”.
Por un
lado, las reivindicaciones de los empleados de Eulen son perfectamente
legítimas: su salario medio se ha recortado desde 2012 casi un 12%, se han
eliminado pluses de antigüedad y los nuevos contratos suponen un sueldo que no
llega a los 900 euros mensuales.
Mientras
tanto, como hemos contado en infoLibre, los sueldos de los administradores de
la sociedad que gestiona esos filtros de pasajeros en 21 aeropuertos crecían un
20%, y la empresa declaraba constantemente pérdidas pese a ingresar entre 2012
y 2016 casi 926 millones de euros.
De modo
que los seguratas de Eulen (que no son los vigilantes que peores condiciones
laborales sufren) vienen a simbolizar lo que ha ocurrido con millones de
trabajadores de todos los sectores, que han visto disminuir sus rentas de forma
contundente, al tiempo que las de sus máximos ejecutivos aumentaban.
Además,
los procesos de privatización de empresas públicas o de externalización de
servicios públicos han significado una precarización clara de las condiciones
laborales sin aportar tampoco una mejora de la calidad de esos servicios.
(Podrían citarse decenas de ejemplos, uno de los más sonoros el de las empresas
adjudicatarias de los servicios de limpieza de las calles de Madrid y la
recogida de basuras, cuyo deterioro galopante llevó a una huelga en tiempos de
Ana Botella que desveló los recortes y el exclusivo negocio de las sociedades
beneficiadas).
Por
otro lado, el conflicto de El Prat deja en evidencia los tics autoritarios de
la legislación vigente sobre el derecho a la huelga, como apuntaba nuestra
compañera Elena Herrera tras contrastar los datos con expertos en materia
laboral.
Esa
legislación se basa en un decreto de 1977, preconstitucional, que ha sido
reinterpretado en fallos posteriores pero que sigue otorgando al Ejecutivo un
estatus de juez y parte en asuntos capitales como la capacidad de determinar
qué actividad es esencial para la ciudadanía, qué porcentaje de servicios
mínimos fija o la utilización a capricho del arbitraje obligatorio.
El
Tribunal Supremo ha anulado los laudos obligatorios impuestos por el Gobierno
en casos como huelgas de pilotos de Iberia o de empleados de gasolineras, pero
lo ha hecho con años de retraso, de modo que esas decisiones son papel mojado,
como denuncian con razón los sindicatos.
El
propio Comité Europeo de Derechos Sociales y los tribunales de justicia de la
Unión Europea han denunciado y sentenciado reiteradamente los incumplimientos
del Estado español en materia de derechos laborales. (Puede leerse aquí un
detallado informe de Belén Cardona sobre los atropellos a la Carta Social
Europea o aquí un análisis de Luz Rodríguez sobre la absoluta precariedad en la
contratación por las administraciones públicas).
Lo que
asoma por tanto al fondo del conflicto de El Prat es la consecuencia de unas
políticas austericidas y privatizadoras que han precarizado las condiciones
laborales de los trabajadores y deteriorado los servicios públicos.
El
recurso de la porra administrativa por parte del Gobierno demuestra una vez más
las enormes lagunas en la protección de derechos fundamentales como el de
huelga, que queda anulado de facto por las decisiones que puede tomar la
autoridad competente, por ilegales que se demuestren demasiado tarde.
Entre
las muchas y graves consecuencias del proceso independentista en Cataluña,
algún día habrá que analizar su descarada utilización (en Cataluña y en Madrid)
para desviar los focos de asuntos tan trascendentes como la precarización
generalizada tras la crisis o el progresivo debilitamiento de los derechos
sociales y laborales. Esos sí que son fenómenos de carácter “extraordinario”
que amenazan con convertirse en crónicos.